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La siega


"Me acuerdo de aquel verano que estábamos segando en la era de arriba... ¿tú si te acordarás?" Le pilló desprevenido, abstraído en dios sabe qué con aquella capacidad para mirar sin verte. Esta vez sólo le arrancó un lacónico “¿cuándo?” que, en realidad, quería decir que se buscara otro interlocutor para proseguir con su historia. Ella meneó la cabeza. El siguió a lo suyo, semioculto entre el silencio y los leves golpes de su bastón contra el suelo. Boina calada, metro y cincuenta de estatura, prefería un simple ‘¿qué tal buenos días?’ o ‘cómo está el tiempo’. Nunca levantaba la voz. Todo lo contrario. Se balancea en un murmullo constante, temeroso de despertar a ese ser invisible que parecía invernar a su lado. Nadie sabía a ciencia cierta cuantos años tenía.  

"Aquel día que te digo sí que llovió. ¡Madre mía!", prosiguió ella. "Si Dios tenía agua, nos la echó toda encima. ¡Cómo corría pendiente abajo el centeno y el trigo!. El ganado salió corriendo, asustado de los truenos y relámpagos... ¡cómo para seguirlo...! Nos resguardamos en aquel casucho que había para guardar aperos. Todavía no me explico cómo aquellos cuatro retales de madera, que ni para lumbre valían, aguantaron el diluvio". 

Cántaras de la leche
Antiguos braseros de rescoldos de brasas y cenizas

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